Se ha llenado
de color el mediodía
y tu boca de
cerezas y de rosas.
Canta el
agua, melancólica, en la fuente de la plaza
que amaneció
nevadita de azahares,
un blanco
suelo que besaron las hormigas,
despistadas y tristes.
Con la sombra
juegan al escondite mariposas
que celebran
como locas
que a tus
ojos ya volvió la primavera
y a mis manos
la ternura de ese niño
que inventa
torpemente una caricia.
Me he bebido
tus suspiros casi tristes
con la sed de
un peregrino abandonado
a la suerte
de los cruces de caminos
y al cansancio
de unos pies amoratados.
Se refleja el
viejo sol en las farolas
que dormitan,
sin mirarnos, apagadas.
En el
banco, donde quema el azulejo,
me hieren los
sonidos de los pájaros
que se asoman
a las tapias del convento.
Repetido tu
nombre en la campana
de la torre
maldita de la iglesia
acabará por
clavar en mi memoria
espinas de
cristal y brisa
ese día en
que vuelvas a tu reino
de fragancias
azules y de mares.
Guardemos,
sin pudor, este secreto
compartido
con la piedra
y con la cal
manchada de siluetas sin dibujo,
firmemos el
olvido con un beso.
La tarde ha
abierto un cofre de madera y marfil
donde el
tiempo no marchitará las hojas
de las
acacias y las jacarandas,
y tu amor y
el mío serán el mismo
este momento
y siempre.
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