Los rosales de Mañara
rezan
por mi a la hora del Ángelus,
murmullos
sin labios,
cercanos
al río,
pasando
las cuentas
de
un viejo rosario
de
lágrimas y espinas.
Los
cipreses del cementerio
ruegan
al Cristo de los Cálices
por
mi alma pecadora,
condenada
al purgatorio
por
los besos que no te dí
y
las caricias que me negó tu piel
de
niña mentirosa.
Repican
las campanas
la
gloria de una duda
fugaz
entre tus ojos,
anunciando
a la plaza
que
habrá otra primavera,
que
el invierno se acaba
también
en San Lorenzo.
Plegaria
de claveles,
de
sangre roja a chorros,
de
velas con memoria
callada
y vacilante,
ante
los pies descalzos
de
aquel que puede todo
y
mira mi locura
libre
de cualquier juicio.
Oraciones
del agua
en
la fuente del Parque
pidiendo
a un Dios de piedra
que
junte nuestras manos,
que
junte nuestros cuerpos,
que
te quedes muchacha
habitando
mis sueños.
También
rezan las hojas,
caídas
de los arboles,
por
los juguetes rotos
que
quedan en tu armario,
por
tus pasos perdidos,
el
azul de tus miedos
y
las sombras heridas
que
acunan tus fracasos.
Hojas
de Plaza Nueva,
que
estrena entre sus bancos
promesas incumplidas,
besos
inconsistentes
de
una boca perjura
y
palabras de miel
de
una colmena negra.
los
fantasmas oscuros
de
los viejos gitanos,
cantan
al son de fragua
las
penas de un olvido
que
siempre queda lejos.
Mientras,
en San Bernardo
un
capote torero
está
citando al tiempo
a
esa suerte suprema
de
las primeras lágrimas.
Los
rosales de Mañara
lloran
por mi a la hora del Ángelus
un
llanto de deshojados pétalos
y
se ha vuelto imposible
tu
cercanía triste
y
tu amor de golondrina ya no vuelve.
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